Cuando una organización gubernamental, que nace con el loable fin de proteger la salud de las personas y el medio ambiente, actúa justamente de manera contraria y se pliega a los intereses espúreos de las corporaciones, la desesperanza, el solipsismo, e incluso el nihilismo se pueden adueñar de cualquier individuo honesto que evalúe la situación. Es lógico, porque ya no sólo son multinacionales contra personas, sino el propio Gobierno el que acaba empujando todavía más.
Poison Spring cuenta como la Environmental Protection Agency (EPA), ha sido cómplice de las tropelías de la industria de los pesticidas prácticamente desde su creación en 1970. A pesar de contar con científicos honestos, las injerencias gubernamentales (por intereses económicos) y la carencia de recursos han propiciado que se haya fallado en el objetivo básico de regular adecuadamente el uso (indiscriminado) de sustancias tóxicas en la agricultura.
En este post voy a comentar algunos de los puntos más relevantes de esta obra (publicada en 2014), que resume 25 años de trabajo de E. G. Vallianatos, un analista científico de la EPA que, desde 1979 a 2004, fue testigo de lo que estaba sucediendo dentro de su organización. La información que aporta es, tristemente, fiel reflejo de la deriva de un sistema neoliberal perverso.
Los autores
E. G. Vallianatos (en la foto) es zoólogo, doctor en historia y postdoc en historia de la ciencia. Trabajó durante 25 años como técnico de la EPA, por lo que fue testigo de casi todos los eventos más importantes a los que esta organización tuvo que hacer frente. El acceso a documentación y su experiencia vivida junto a otros científicos en la EPA, han propiciado que Vallianatos haya podido contar con solvencia una realidad lamentable.
El libro está también co-escrito por McKay Jenkins, periodista y profesor de la Universidad de Delaware, especializado en toxicología y medioambiente.
Puertas giratorias y manipulación de los mensajes
William Ruckerlshaus fue el primer administrador de la EPA, y bajo su mandato se tomaron decisiones importantes, como la supresión del DDT en 1972. Sin embargo, es un ejemplo de las continuas puertas giratorias entre la política y la industria. Ruckerlshaus dejó la EPA para trabajar en Weyershauser y Monsanto, entre otras corporaciones con conflictos claros de interés con la misión de la agencia gubernamental. Pero luego volvió a la EPA en la época de Reagan, para dejarla otra vez en 1985. En esta ocasión se convirtío en CEO de Brownig-Ferris, una gestora de residuos, incrementando su salario de $72000 al año que tenía en la EPA hasta $1 millón en la corporación.
Recientemente, hemos asistido a los «fichajes» de Scott Pruit y Michael Dourson, por lo que la EPA sigue siendo hasta prácticamente día de hoy un nido de «hombres de la industria». Así, la queja de los autores está ciertamente justificada.
No sólo las puertas giratorias constituyen una carencia de independencia, sino que también la EPA ha sufrido una pérdida irremisible de capacidad para hacer correctamente su trabajo, ya que ha visto deteriorado su presupuesto y los laboratorios para validar las investigaciones de la industria. Menos dinero y menos laboratorios.
La desmantaleción progresiva de la EPA y su incapacidad manifiesta para regular es sólo una parte del macabro juego. Las corporaciones y los políticos ligados a ellas han de manipular también las percepciones de los ciudadanos. Por eso, como bien indican los autores, cuando la EPA o cualquier otra organización o equipo de investigación informa acerca de los potenciales riesgos de un pesticida, la maquinaria de relaciones públicas comienza a funcionar, y el mensaje que se construye es que se está «en contra de los granjeros y agricultores». Así, se manipula a la opinión pública, porque realmente cuando se denuncian los peligros de los pesticidas no se está yendo contra los agricultores, sino defendiendo los intereses de la población general. Y en cualquier caso, se perjudica el «agronegocio» (agribusiness), que es algo más complejo que poner el foco en un «pobre agricultor», ya que significa poner en riesgo los ingresos de gigantes de la industria química que obtienen enormes beneficios vendiendo esos productos contaminantes. Defender la salud y el medio ambiente no es ir en contra de los granjeros como la maquinaria perversamente expresa, pero desafortunadamente a la opinión pública llegan menos estas matizaciones.
«Habrá escasez y hambre», decían corporaciones y grandes agricultores en 1972 cuando la EPA prohibió el DDT. Pues eso.
La manipulación del mensaje llega, por supuesto, a la publicidad de los productos. Como hemos comentado tantas veces en este blog, la corporaciones sólo cuentan la parte de la historia que les interesa y disfrazan la realidad. Estos dos anuncios de DDT de mediados de lo años 40 son una buena muestra de ello.
Las quejas y adertencias sobre la toxicidad del DDT ya habían salido a la palestra cuando se publicaron esos anuncios, como también muestra este artículo de 1946:
De la prohibición a la gestión del riesgo
Esta es una de las grandes victorias de la corporaciones químicas, conseguir que los productos cancerígenos se pueden seguir diseminando como pesticidas, siempre que vayan sujetos a una gestión del riesgo. Es decir, de un análisis coste-beneficio en el que lo relevante es una «dosis tolerable» de esos productos para los humanos. Ello supone, entre otras cosas, que no existen efectos acumulativos ni efecto cóctel (interacción con otros tóxicos), lo que es ciertamente discutible.
Y también supone que los agricultores emplean los pesticidas de manera adecuada, algo que los autores cuestionan, por ejemplo aludiendo a una encuesta realizada en 1981 por el gobierno estadounidense sobre su uso en Florida; el 40% de los agricultures usaban el pesticida equivocado o simplemente rociaban de más sus cultivos.
En realidad, como argumentan los autores, se trata de una forma legal de cubrirse las espaldas. Esto es, las corporaciones se protegen contra demandas por efectos tóxicos de los pesticidas a través de esas consideraciones de riesgo y tolerancia de dosis pequeñas. Así, son todavía hoy pertinentes las palabras de Morton Biskind, médico que falleció en 1981 y que alertó contra los peligros del DDT: «Los aparatos de comunicación (…) se encargan de negar, suprimir y distorsionar la abrumadora evidencia. Un nuevo principio de toxicología parece que se arraiga en la literatura: no importa cómo de letal un veneno pueda ser para otras formas de vida animal; si no mata instantáneamente a los humanos entonces es seguro. Cuando, sin embargo, mata a una persona, entonces es culpa de ese propio individuo, ya sea porque era alérgico a esa sustancia o porque la usó inadecuadamente». Hoy, 37 años después del fallecimiento de Biskind, no podemos objetar ni una coma a esas palabras.
El fraude y la ocultación
Por si todo esto no fuera suficiente, los estudios de las empresas y los procesos de validación y supervisión de la EPA están salpicados de fraude y corrupción. Los autores comentan lo sucedido con el IBT, ese escándalo de proporciones colosales del mayor centro de investigación privado para las empresas agroquímicas, y del que hablamos con pausa en el post sobre los Poison Papers. Como comentamos entonces, la EPA hizo poco por volver a evaluar decenas de sustancias cuyos test reportados por las corporaciones estaban manipulados.
La EPA pasa por alto los ingredientes «inertes» de los pesticidas. Son secretos comerciales, según los productores, y no son evaluados porque no forman parte de la composición molecular activa. Pero no son para nada inertes, ya que en su mayoría son altamente tóxicos, a veces incluso más que el componente activo. Pueden actuar como coadyuvantes para aumentar la adherencia del biocida, y entre ellos se encuentran compuestos como el clorobenzeno, benzeno, formaldehido…Según los autores el DDT podría pasar ahora como elemento inerte. Hay alrededor de 1800 ingredientes inertes y cuya inclusión en un pesticida concreto puede suponer más del 50% del propio producto. De este modo, existe una ocultación importante de la carga tóxica de los pesticidas, tal y como comentamos en diferentes posts sobre el glifosato.
Al fraude y la ocultación se añaden, además, el riesgo que sufren los investigadores de ser «señalados» por decir o hacer algo en contra del agronegocio. Así, los autores comentan el caso del estudio epidemiológico de Alsea (Oregón), y cuya historia describimos con detalle al comentar el libro «Una amarga niebla». Ese estudio que llevó a la EPA a prohibir el pesticida 2,4,5-T (uno de los dos componentes del Agente Naranja), supuso un beso mortal para el programa epidemiológico de la Agencia. Varios de sus científicos se vieron atacados por la maquinaria de relaciones públicas de las corporaciones, afectando a las carreras profesionales de esos investigadores y a su trabajo dentro de la EPA.
Y es que la EPA ha jugado con fuego en muchas ocasiones. Los efectos del DDT todavía se veían en 1982 pese a su prohibición 10 años antes. La EPA tenía documentación que probaba su efecto en pájaros y peces en el Valle de Río Grande. Vallianatos descubrió unos documentos internos de científicos de la Agencia que ilustraban este hecho, pero que iban a ser destruidos. Ni la EPA ni el Gobierno de Texas hicieron nada al respecto, a pesar de su conocimiento.
Así, la EPA tiene la cualidad de ser objeto de demandas que vienen desde todos los ángulos. Cuando tiene la osadía de regular en contra de los intereses de la industria, pese a las abrumadoras evidencias, entonces las corporaciones litigan contra ella. Pero como también deja gran parte de su trabajo sin hacer, organizaciones ecologistas y otros grupos también la llevan a los tribunales por no defender lo que realmente es su misión; proteger al ciudadano y al medio ambiente. Tal es el caso de la demanda de Earth Justice contra la EPA en 2013 por aprobar un nuevo insecticida neonicotenoide de Dow, especilmente lesivo para las abejas (los estudios recientes no dejan lugar a dudas sobre ese daño).
Miopía tóxica
Los profesores de marketing estamos familiarizados con el concepto de miopía comercial, que se produce cuando un ejecutivo es incapaz de identificar correctamente el mercado en el que compite una empresa, formado por necesidades a satisfacer, alternativas para satisfacerlas y clientes reales y potenciales.
Lo que los autores del libro expresan con claridad es que analizar de manera simple el potencial daño humano de un pesticida es incurrir en un error similar. Podríamos llamarlo miopía tóxica, porque para valorar el daño que hacen los pesticidas a los humanos y a la naturaleza hay que tener unas miras mucho más amplias y entender la complejidad y dinámica de los ecosistemas y, por supuesto, del cuerpo humano.
El libro está plagado de numerosas citas y advertencias de científicos en este sentido, y también de cifras, que quizá muestren de forma más directa la definición del problema. En 1991 la EPA estimó que 50 millones de norteamericanos estaban bebiendo agua potable potencialmente contaminada con pesticidas. A día de hoy, ya se han confirmado restos de insecticidas en ese agua para consumo humano.
En 2005 un estudio reveló que los pesticidas producían 300000 envenenamientos al año en Estados Unidos. La cifra en todo el mundo era de 26 millones, con 200000 muertes atribuidas y 750000 nuevos enfermos crónicos todos los años.
En 1954 los insectos destrozaron un 10% de las cosechas en Estados Unidos. En 1980 (junto con las enfermedades) un 37%, a pesar de las ingentes toneladas de pesticidas empleados. «¿Ha merecido la pena?», se preguntan los autores.
El investigador David Pimentel estimó en 2003 que sin el empleo de pesticidas los agricultores habrían perdido el 41% de sus cultivos, lo que hubiera incrementado el precio de los productos entre un 5 y un 10%, es decir, una subida moderada y asumible, y más teniendo en cuenta los beneficios de haber evitado el daño para los humanos y el medio ambiente, una cifra que Pimentel estimaba en $12 mil millones al año.
Conclusión
Vallianatos y Jenkins enfocan su esperanza en las próximas generaciones de jóvenes que deben luchar por cambiar este modelo perverso y enfocarse hacia una agricultura que minimice los pesticidas. No es fácil, desde luego. No sólo los intereses de las multinaciones y la complicidad de los gobiernos están en contra, sino también incluso muchos agricultores.
Los autores comentan los casos de amenazas a pequeños granjeros y agricultores proclives a eliminar los pesticidas por parte de sus propios compañeros. Es el máximo triunfo de los malvados y manipuladores, hacer que los propios agricultores defiendan un producto que les está matando a ellos antes que a nadie.
Pero claro, no a todos; los grandes propietarios de tierras no suelen vivir en el campo, y les importa bien poco lo que allí suceda. Que rocíen veneno con las avionetas fumigadores les trae sin cuidado. Para los que están al pie del cañón todos los días, lo lamentable es que los pesticidas actúan como una droga; necesitan cada vez más, son adictos a algo que les produce un beneficio rápido, y que tienen que consumir con más intensidad porque la resistencia a ellos se incrementa. Un panorama desolador.
Los autores apuestan por tener un modelo de agricultura mucho menos concentrado e intensivo, con predominio de propietarios pequeños (familiy farming), con rotación de cultivos, con menos presión sobre la producción, y con el uso del control integral de plagas. Esto no lo está diciendo un soñador utópico; lo están diciendo cientos de investigadores desde hace décadas.
Luego vendrán los palmeros de siempre a defender lo indefendible, a pervertir el discurso, a manipular los mensajes. A llamar magufos, ecolopijos, comunistas, o lo que suene más despectivo a los que defienden un modelo alternativo y a los que denuncian los peligros de los pesticidas. Y entonces dirán que el estudio doble ciego de no se quién demuestra que los pesticidas no hacen daño, o cosas similares. Y así se creerán más científicos que nadie, porque son tecnólogos que vencen a los magufos alarmistas.
Y ahora yo me permito proponer a los lectores que reflexionen, que piensen en todas las historias que llevamos contando en este blog sobre pesticidas. Que valoren el contexto en el que la ciencia se produce, y la historia vivida desde la II Guerra Mundial. Después, que evalúen las interacciones entre política, corporaciones y ciencia, así como el papel de las agencias reguladoras y los efectos sobre los ciudadanos. Y finalmente, que visionen los anuncios publicitarios de los productores, y empiecen a contabilizar las mentiras, manipulaciones, fraudes y corrupciones por parte de todos los actores del sistema. Luego, pueden volver a leer el discurso y el relato de los voceros, y esos «super científicos» que tratan de sacarnos de la ignorancia.