Las zonas de sacrificio eran lugares que los gobiernos estadounidense y soviético empleaban para realizar todo tipo de actividades nucleares. Esos sitios quedaban para siempre inhabitables, aunque no todos ellos realmente se vaciaban de personas. Eran zonas (y personas) que se «sacrificaban» para un supuesto bien mayor. Pero ellos nunca pidieron ser sacrificados y, desde luego, es muy discutible que cualquier objetivo político-económico pueda prevalecer sobre la salud de una comunidad.
Sacrifice zones cuenta la terrible historia de diferentes comunidades norteamericanas que han sufrido de manera directa la contaminación de industrias situadas en sus aledaños. Son las nuevas zonas de sacrificio; esta vez no hay residuos nucleares, pero sí dioxinas, benzeno, residuos de pesticidas, arsénico, tungsteno o manganeso.
En este post voy a comentar brevemente algunos de los puntos más relevantes de esta obra (publicada en 2012), que presenta además la constatación de que la desigualdad social también lleva aparejada una mayor desigualdad en la exposición a tóxicos industriales. A través de 12 casos en diferentes comunidades de Estados Unidos, el libro muestra una desesperante realidad de mentiras, inoperancia, dolor y muerte.
El autor
Steve Lerner (en la foto) es un premiado escritor que está ampliamente familiarizado con temas ambientales, y que para realizar este trabajo ha pasado 2 años de su vida recorriendo Estados Unidos para entrevistar a cientos de personas que forman parte de esas comunidades «sacrificadas».
Lerner pone nombre y apellidos al dolor y a la lucha de individuos que se convirtieron en héroes incidentales. Y lo hace de manera honesta, mostrando la desesperanza de colectivos que sabían que estaban sufriendo las consecuencias de una contaminación, mientras las empresas y el Gobierno seguían imbuidos en falsedades e inoperancia.
Desigualdad en la ubicación de focos contaminantes
La segregación racial llevó a construir barrios para negros, a dividir las ciudades en zonas donde el color de la piel (y el del dinero) designaban quién debía habitarlas. Aunque esa época se fue diluyendo, muchos vecindarios segregados mantuvieron su estructura racial; los hijos y nietos de esos primeros habitantes siguieron viviendo allí.
A la discriminación histórica y la depresión económica, algunas de esas comunidades han añadido la presencia de industrias altamente contaminantes. Lerner muestra los datos de diferentes investigaciones que indican que la exposición a tóxicos ambientales es mayor para esas personas en relación a las que viven en zonas más ricas. Además, las empresas se aprovechan de esos vecindarios deprimidos; su menor nivel educativo y económico les confiere menos capacidad para organizarse y protestar contra los atropellos medioambientales que sufren.
El autor muestra que esas empresas mienten sistemáticamente, y que no controlan de manera adecuada sus contaminantes. Aunque existen abogados y asociaciones que asesoran y ayudan a este tipo de comunidades a organizarse, lo cierto es que se ven casi siempre impotentes ante las dificultades de probar que están siendo envenenados, y la burocracia de las instituciones gubernamentales que deberían haber realizado un mejor trabajo.
Casas con las ventanas permanentemente cerradas, con la gente odiando volver del trabajo para no encontrarse de nuevo con el insoportable olor, o beber y bañarse en agua contaminada. Vecindarios que quedan para siempre estigmatizados, porque aunque hay casos (pocos) en los que finalmente se ha conseguido que la industria se vaya, la contaminación persiste, los suelos siguen envenenados; la comunidad queda marcada para siempre.
Aunque el Gobierno multa a veces a esas empresas, lo hace en menor medida que a las que están ubicadas en zonas más ricas. También hay desigualdad en eso. Además, Lerner, enfatiza la injusticia de la redistribución de esas multas, porque deberían ir directamente a compensar a la familias que viven al lado de esos focos contaminantes, y no perderse en la recaudación global.
Los vecinos se convierten en expertos ambientales sin quererlo, sin tener la formación necesaria, aprenden a hablar en partes por millón. Sin embargo, y pese a los esfuerzos en recopilar información sobre las enfermedades que sufren, no son capaces de convencer a la comunidad científica; claro, no es válido desde el punto de vista metodológico. Pero esos casos particulares constituyen en sí una evidencia también, aunque luego se disipe entre los que claman que para inferir una relación causal hace falta mucho más. Es siempre la misma historia; se pretende que se pruebe estadísticamente algo que es evidente, pero que luego se pierde entre los vericuetos de la jerga académica. Y entonces los que defienden a los envenenadores argumentan que aunque haya realmente más casos de enfermedades, ello es debido a que en esas comunidades se fuma más, se bebe más o se drogan más. Es cierto, eso ocurre, pero esa confusión en las variables no debería tapar una realidad terrible. Pero lo hace. No es de extrañar que el Centro de Control de Enfermedades haya sido incapaz de probar causalidad en decenas de clusters de enfermedades en esas zonas.
El Gobierno no puede atribuir causalidad, pero en Pensacola, en su tristemente famosa montaña de dioxinas, nunca se completaron las labores de limpiado. Los vecinos se bañaban y bebían agua contaminada. No, el Gobierno no podía atribuir causalidad, pero las muestras de suelo daban 950 ppt de dioxinas, cuando el límite residencial es de 7 ppt. De dieldrín 2000 ppb, cuando el límite es de 40 ppb. De arsénico 9400 ppb, cuando el límite es de 370 ppb. De benzopirenos 1133 ppb, cuando se considera seguro un máximo de 88 ppb. Pero el Gobierno no puede atribuir causalidad.
Lerner cuenta diversos ejemplos de tremendas mentiras, de cómo la industria sin ningún pudor escribe un discurso falso, sin importar las consecuencias. Por ejemplo, en agosto de 2005, después de recibir muchas quejas sobre la planta de carbon de Royal Oak, en Florida, un representante de la misma enfatizaba que los test de emisiones hechos en la fábrica habían demostrado estar en relga; no sólo cumplían con la ley de Florida, sino que lo hacían de manera holgada. Un mes después, sin embargo, los inspectores encontraron que la planta emitía 9 veces más metanol que lo permitido. Tres meses después de las declaraciones de ese individuo, los inspectores habían hallado 9 violaciones de la ley. Al día siguiente, la fábrica cerró.
Contaminación del aire, del agua, del suelo. Lerner muestra industrias del carbón, plásticos, armas, refinerías…todas ellas colocadas prácticamente en el patio de atrás de esos vecindarios «sacrificados». No importa, al fin y al cabo son negros, indios, hispanos o blancos que se merecen lo que tienen. Por cierto, los omnipresentes hermanos Koch también son protagonistas. Pese a que han recibido millonarias multas, ellos siguen escribiendo su relato, como el que muestra este vídeo.
El autor concluye el libro abogando por reducir los impuestos a los ciudadanos e incrementarlos a los fabricantes de este tipo de productos hechos con sustancias tan tóxicas. También sugiere una monitorización independiente, y destinar más recursos a ello. Hay que ser prudentes, bajar los límites máximos permitidos, proteger a la población más vulnerable y ser mucho más conservadores debido a que desconocemos el efecto sinérgico de la combinación de diferentes tóxicos.
Todos aquellos que defienden el neoliberalismo, la auto regulación, y les abren las puertas a este tipo de empresas sin exigir el control adecuado, deberían irse a vivir con sus familias a uno de estos vecindarios. Tal vez así, verían las cosas de otra manera.
2 comentarios en «SACRIFICE ZONES: LA DESIGUALDAD SOCIAL Y LA EXPOSICIÓN A TÓXICOS EN ESTADOS UNIDOS»
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