En 2015, el veretano periodista Norm Alster realizó una investigación mientras cursaba un posgrado en el Edmon J. Safra Center for Ethics, de la Universidad de Harvard.
El trabajo consistía en analizar cómo la industria de las telecomunicaciones se había apoderado de la voluntad de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), la agencia reguladora estadounidense. La investigación es de libre acceso, y puede descargarse aquí.
Alster proporcionaba datos muy interesantes sobre los conflictos de intereses permanentes en los altos cargos de la FCC (puertas giratorias), así como acerca de las presiones de la industria para conseguir dinero público en forma de subsidios en programas nacionales de expansión de internet a centros educativos y bibliotecas.
En este post, vamos a comentar brevemente algunos de los puntos más destacados de este trabajo.
Agencia capturada
La FCC está «capturada» por la industria de las comunicaciones, principalmente por dos grupos de presión: The National Cable and Telecommunications Association (NCTA) y la Cellular Telecommunications Industry Association (CTIA) – a esta última pertenecen grandes gigantes del sector como Verizon, AT&T y T-Mobile USA.
Alster indica que el sector gastó casi $800 millones en actividades de lobby en 2013-2014. Sin embargo, podemos intentar completar esos datos con algunas cifras más actuales. Visitando OpenSecrets.org, podemos comprobar que la NCTA gastó en el ciclo 2017-18, $1.9 millones en contribuciones políticas (candidatos, PACs, partidos) y $19.41 millones en actividades de lobby. Además, 84 de los 104 lobbistas habían tenido anteriormente un empleo en el gobierno.
La CTIA, por su parte, en el mismo periodo a gastado casi $300000 en aportaciones políticas, y $16.46 millones en actividades de lobby. Como en el caso anterior, la mayoría de sus lobbistas habían sido cargos públicos (46 de 57).
Es importante señalar que, aparte de estas organizaciones «sin ánimo de lucro», sus asociados contribuyen también individualmente. Por ejemplo, Verizon, gastó casi $2.2 millones en contribuciones políticas, mientras que en lobby la inversión fue de $18.95 millones. De nuevo, gran parte de su plantel había sido antes cargo gubernamental (127 de 150).
Así podríamos seguir un buen rato más, pero creo que es suficiente para ilustrar cómo actúan las empresas de telecomunicaciones para defender sus intereses. Por un lado, contribuyen individualemente con donaciones con interés político y actividades de lobby y, por otro, lo hacen indirectamente a través de las diferentes asociaciones que engloban los intereses del sector. Como hemos dicho muchas veces en este blog, aunque las empresas compiten entre ellas, no dudan en unirse siempre en esas organizaciones para presionar al gobierno.
Quizá alguien piense que las organizaciones ambientalistas/ecologistas también pueden hacer lo mismo (y de hecho lo hacen), pero es un ejercicio interesante comprobar la diferencia en cuanto al dinero que manejan unas y otras. Por ejemplo, y para el mismo periodo de tiempo anterior, Greenpeace invirtió $682 en contribuciones políticas, y $0 en actividades de lobby. Y si nos vamos a una de las que más invierte, Environmental Defense Fund, gastó poco más de $69000 en contribuciones políticas y $1.84 millones en actividades de lobby. Veinte de sus 31 lobbistas habían tenido cargos públicos.
Pero cuidado, hay que hilar fino y no dejarse engañar, porque algunas de las organizaciones ambientalistas más «poderosas», como la mencionada Enviromental Defense Fund, tiene vínculos claros con la industria, por lo que no está tan clara su independencia. Por tanto, aunque veamos alguna organización ambientalista realizar donaciones y actividades de lobby, deberíamos primero ahondar en las particularidades de cada una. No obstante, y pese a ello, la cantidad invertida por estas organizaciones es totalmente irrisoria en comparación con las grandes compañías privadas. Es imposible que puedan defender sus intereses en igualdad de condiciones.
Al margen de la CTIA y la NCTA, tenemos otra organización más en este juego de siglas, la WIA (the Wireless Infraestructure Association), que es la que se encarga de defender la infraestructura de las decenas dem miles de antenas que recorren el país. Y Alster, con la siguiente figura, ilustra muy bien el baile de altos cargos entre la FCC y esos grupos de presión.
Llegados a este punto, supongo que muchos lectores comenzarán a explicarse la razón por la cual la FCC sigue anclada en sus recomendaciones de 1996 sobre los niveles legales de exposición a radiofrecuencia en humanos. Por cierto, que Alster en su trabajo se refiere a la ley de Telecomunicación de 1996 como «la más presionada de la historia», según palabras del senador Larry Pressler. Una legislación que permite a las empresas colocar antenas donde ellas quieran siempre que cumplan con las especificaciones sobre emisiones de la FCC, es decir, deja a los gobiernos estatales o locales sin opción alguna a decidir sobre la ubicación, aunque a la ciudadanía le preocupe, y aunque la evidencia científica sobre los riesgos sea ingente. Más o menos como ocurre en España con la Ley de telecomunicaciones del ex ministro Soria.
Ni zonas blancas, ni zonas sensibles, ni especial cuidado en entornos como guarderías, jardines, hospitales…nada. Antenas por doquier a criterio de la industria siempre y cuando cumplan con los trasnochados y absurdos niveles (dada la evidencia científica) de la FCC.
Pero es que Alster señala que incluso esos niveles de la FCC son sobrepasados en un porcentaje relevante de las instlaciones: entre un 10 y un 20% señala tras una entrevista a Marvin Wessel, un ingeniero con varias década de experiencia en el sector. Es cierto que Alster no provee ninguna prueba más que la declaración de Wessel (y una investigación de EMF Policy Institute), pero tras el «escándalo Phonegate», no es nada descabellado pensar que, al igual que los móviles no cumplen con los límites legales, tampoco lo hagan algunas antenas, considerando además, como indica Alster, la carencia de recursos para su adecuado control.
Si el lobby no lo consigue, lo harán los juzgados
Es el modus operandi de la industria. Cuando el control sobre la FCC y otras agencias gubernamentales no basta, entonces se recurre a los juzgados.
Así ocurrió cuando la ciudad de San Francisco quiso ejecutar una ordenanza que requería que los teléfonos móviles llevaran información bien a la vista sobre sus emisiones. Fue en 2010, y la demanda de la industria hizo que se retirara esa propuesta.
El alcalde de la ciudad, Gavin Newsom, dijo que la ordenanza no pretendía ser un ataque a la industria, sino una forma de informar mejor al ciudadano, y que le sorprendía que, en lugar de colaborar, a la CTIA no le importara gastarse grandes sumas de dinero en un proceso judicial. Pero así es la industria.
En 2015, el ayuntamiento de Berkeley propuso una ordenanza similar. Se pretendía que, de manera inequívocamente visible (no enmascarada en letra pequeña de manuales que casi nadie lee), los fabricantes de teléfonos móviles especificaran que si el usuario emplea el dispositivo en los pantalones, sujetador o bolsillo cuando está conectado a una red inalámbrica se podrían superar los niveles recomendados por la FCC, siendo mayor el riesgo potencial en niños. El caso está todavía en los tribunales, ya que la CTIA ha seguido exactamente la misma estrategia. Aquí se puede encontrar información actualizada sobre la evolución de los acontecimientos.
Los timos del despliegue en la educación
Alster comenta también diversas investigaciones acerca de la necesidad de regular mejor los niveles de exposición, algo de lo que en esta web hemos dado profusa información. Por eso nos vamos a centrar ahora sólo en uno de los puntos fundamentales de su trabajo, lo que ha ocurrido con el despliegue tecnológico para la educación financiado por la FCC, es decir, por los ciudadanos estadounidenses.
El «E-Rate» es uno de los programas del Universal Service Fund, un sistema de subisdios y pagos promovido para hacer que la tecnología llegue a las escuelas y bibliotecas. Alster comenta que, en 2015, se habían gastado ya $40 mil millones sólo en ese programa.
El funcionamiento es simple, los fondos públicos del Universal Service Fund se emplean para ayudar a las instituciones educativas a adquirir material informático y conectividad (incluyendo sistemas Wi-Fi y tablets para alumnos). De este modo, a esas instituciones les sale mucho más barato esa compra con respecto a si tuvieran que hacerlo sin el subsidio, pero las compañías siguen haciendo negocio. Esos descuentos pueden estar entre el 20 y el 90%. Es decir, un trasvase de dinero público a manos privadas.
Sin embargo, hay más. Los casos de fraude se han multiplicado en los últimos años, donde compradores y vendedores han realizado prácticas corruptas para obtener beneficio propio. Así, Alster comenta casos de soborno por parte empresas (IBM, HP, AT&T) para que las compras se hicieran a ellas. La responsabilidad es doble, que conste, de las empresas pero también de aquellas personas/instituciones que han aceptado ser parte del juego corrupto (documentación falsa, licitaciones irregulares). Y no son casos aislados, según Alster.
Como comenta el autor, la industria (por supuesto) quiere que se destinen aún más fondos al programa, y si por ella fuera, cada alumno estadounidense tendría un iPad para su uso en el colegio (y fuera de él, claro). Sin embargo, el «experimento» realizado en Los Ángeles en 2014 ha dado resultados que no invitan al optimismo. Así, en pocos días, más de 300 estudiantes habían crackeado su dispositivo para «estudiar» las redes sociales y los vídeo juegos.
Alster se plantea si realmente lo primordial es dar a cada alumno un iPad en lugar de invertir en la mejora de la educación pública a nivel de profesorado e infraestructuras. Yo hago la misma relfexión, ya que aquí en España da la sensación de que a algunos educadores y padres les importa más que sus hijos tengan una tablet desde bien pequeñitos que la calidad del profesorado o la delicada situación de las instalaciones de muchos colegios. Dada la cantidad de horas de pantalla que viven niños y adolescentes en este contexto de hipertecnológico, que ese segmento de población pase también las 5 horas de clase en la escuela pegados a una tablet es, cuando menos, objeto de debate.
Conclusión
El autor nos muestra de manera convincente que la FCC no es una organización independiente que vela por los intereses generales de los ciudadanos. Esto no es nuevo, ya que conocemos sobradamente lo que sucede con otras agencias, como la EPA, o incluso ya fuera de Estados Unidos, la ICNIRP.
De hecho, esta última agencia publicó el pasado 4 de septiembre de 2018 una nota en la que argumentaba que la evidencia mostrada por los dos estudios experimentales más ambiciosos realizados en los últimos años (NTP y Ramazzini) no es convincente para plantearse un cambio en las guías de exposición, pese a que muchos investigadores de este campo se han posicionado a favor de una evidencia clara en la relación con el cáncer.
Comportarse de forma menos arrogante y más prudente, dadas las circunstancias comentadas (evidencias de investigación y conflictos de intereses en la regulación), sería lo lógico desde el punto de vista científico y político. Seguir disfrutando de la tecnología pero informando de los riesgos y legislando de forma más sensible. Pero el dinero…