El catedrático de filosofía Jordi Vallverdú ha publicado un breve artículo titulado: «¿Nazis kantianos? El homo politicus desde la racionalidad limitada o La banalidad de la Ética».
Aunque a priori pueda parecer una temática alejada del ámbito del marketing, tiene aristas que bordean diferentes conceptos fundamentales del control social y de la toma de decisiones, algo que para la mercadotecnia tiene una interesantes connotaciones.
Por ello, vamos a comentar (aunque sin entrar en profundidades), varios aspectos de este artículo que nos pueden hacer entender mejor algunos comportamientos. Y sobre todo, intentaremos reflexionar sobre las razones que mueven a los sistemas socioeconómicos actuales a evolucionar hacia la represión en defensa de unos supuestos valores supremos.
El sujeto moral no es un agente racional
Conocemos sobradamente en marketing que estamos muy alejados de la racionalidad en nuestra manera de pensar y de tomar decisiones. Vallverdú sostiene que, a veces, se olvida que el ser humano tampoco actúa de manera racional en los dilemas éticos.
El autor comenta un caso muy esclarecedor; los nazis que defendían los principios éticos kantianos y los valores cristianos:
En las hebillas de los cinturones de los uniformes de campaña de los soldados de la Wehrmacht alemanas aparecía la leyenda «Gott mit Uns», es decir, «Dios está con nosotros». Tampoco es de extrañar, puesto que fue el lema nacional del Reino de Prusia ya en el año 1701, del ejército del Imperio Alemán (1871-1918) y, finalmente del tercer Reich (1933-1945).
Como comenta Vallverdú, la legitimación del poder político a través de la divinización del gobernante supremo es una estrategia muy antigua, aunque también la tenemos muy presente en la España reciente: «Francisco Franco Caudillo por la Gracia de Dios», frase que aparecía en las monedas del dictador, quien contaba con el apoyo y beneplácito de la iglesia católica.
Aquí tenemos dos ejemplos de apelación a valores supremos; la ética del filósofo por excelencia – Kant -, y el mandato divino. Si esos preceptos se toman como inmutables e indiscutibles para la toma de decisiones, entonces se legitiman sus actos, o al menos se pretende que la sociedad los apoye.
Sin embargo, además del cuestionamiento propiamente moral de ciertas decisiones (terribles, tanto del nazismo como del franquismo), no hemos de olvidarnos de contextualizar los soportes de esos preceptos. Es ahí donde Vallverdú alude a la visión antropológica de Kant, quien consideraba al no centroeuropeo como un salvaje a dominar y tutorizar. Para Kant, añade Vallverdú, la raza era un ejemplo privilegiado de la necesidad de la teleología para el desarrollo completo de la ciencia y de la historia.
Pero quizá el problema más acuciante es el de la tergiversación de esos preceptos en aras de conseguir el control y el dominio social. Son los oportunismos morales o deontologías de pacotilla que denomina Vallverdú. Así, apelar a principios supuestamente absolutos, como la divinidad, la constitución, el estado de derecho, etc. para anular cualquier atisbo de crítica y disentimiento que no vaya en consonancia con el discurso del poderoso es algo que estamos viendo en los últimos tiempos, especialmente en nuestro país. Es más, el autor comenta acertadamente que esos principios absolutos son modificados por las estructuras de poder con tal de generar una acción puramente consecuencialista cuando el entorno así lo requiere.
Es decir, podríamos interpretar de las palabras de Vallverdú que, por ejemplo, el uso de la Constitución en España por ciertos políticos y sectores de poder como algo absoluto e inmutable, y sobre cuya defensa se justifica cualquier acción que reprima y anule su cuestionamiento, es moldeable cuando las estructuras de poder necesitan modificarla, como cuando en 2011 se reformó el artículo 135 para que el pago de la deuda pública primara sobre cualquier otro tipo de gasto del Estado, es decir, una especie de justificación de los ignominiosos recortes en gasto social.
Desde el punto de vista de marketing político, el mensaje sobre el cuestionamiento de la constitución española es claro para ciertos partidos: La constitución es algo sagrado, absoluto, supremo, la base sobre la que no se disiente, y sobre la que se justifica cualquier acción represora. Eso sí, cuando estructuras fuera de la soberanía nacional presionan para que se modifique en aras de la defensa de sus propios intereses, se hace sin problema, con el objetivo de conseguir un supuesto fin positivo futuro que justifique los (escabrosos) medios. Supongo que de ahí el consecuencialismo comentado por Vallverdú.
Esas contradicciones no son únicas en este país, y Vallverdú alude a la «moral» de George Bush Jr, por ejemplo, quien legisló en contra del uso científico de células madre por implicar la destrucción de embriones humanos, y al mismo tiempo defendía la pena de muerte o las guerras con la libertad bajo bandera. «Libertad» sería, por tanto, otro de esos supuestos valores supremos que es empleado de manera ubicua y consecuencialista, sin permitir ningún tipo de matización ni discernimiento sobre las entrañas de quien enarbola esa bandera, ni de las falacias que el propio término intrínsecamente suscita a la hora de diseñar una convivencia sana.
Vallverdú pone el ejemplo de lo sucedido en Cataluña para ilustrar la legitimación de la violencia policial ante una acción pacífica, de nuevo en defensa del valor supremo constitucional, que no es más que una ley escrita por hombres, y que debe estar sujeta a modificación y maleabilidad en función de las demandas sociales y paso del tiempo. Es más, Vallverdú nombra otra vez a la iglesia católica como cómplice de estos actos, al hacerse eco de las palabras del cardenal Antonio Cañizares (obispo de Valencia) quien dijo que no se podía ser cristiano y nacionalista catalán, puesto que este nacionalismo generaba odio.
Vallverdú acierta en enfocar cómo deben ser los debates éticos globales, que no tienen que construirse sobre las correcciones formales del lenguaje legal (que no son más que reincidir en el resultado de la ley) sino en la legitimidad y validez de las premisas usadas.
Y esto es algo que ya hemos comentado desde otros enfoques, al referirnos, por ejemplo, a que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos está por encima de la lex mercatoria. Las leyes no pueden emplearse para justificar el saqueamiento de un país, el desplazamiento de pueblos o la contaminación salvaje de sus ecosistemas simplemente porque un contrato con una multinacional así lo haga parecer. No se puede ser esclavo de un elemento legal si este no es legítimo, y si este además vulnera aspectos legales de jerarquía superior referidos a los derechos humanos.
Vallverdú concluye abogando por recuperar el lema de la Royal Society «Nullius in verba» (en palabra de nadie), tal vez como una forma de afrontar este tipo dilemas éticos, recordando que ciertos axiomas éticos son realizados por sujetos morales fácilmente manipulados, que están lejos de la racionalidad, y que por tanto esos valores supuestamente supremos y absolutos que abanderan ciertos discursos deben estar continuamente sujetos a evaluación. El conocimiento, la búsqueda de la verdad, y los fundamentos de convivencia de una sociedad han de perseguirse sin la influencia de las autoridades políticas o las creencias.
El marketing del poder
Estas reflexiones de Vallverdú describen perfectamente diversas estrategias de control social y manipulación ya comentadas en este blog. El uso de la bandera, la constitución, el catolicismo, e incluso un mal entendido concepto étnico o de raza (que es un discurso de odio al diferente) actúan como valores supremos inmutables e incuestionables. Y su carácter simbólico es aprehendido y divulgado.
Es, sin duda, un discurso atractivo para alentar los demonios de sujetos irracionales, ampliamente llevados por la emoción en sus decisiones. Son realtos totalitarios, del blanco y negro, del conmigo o contra mí, que polarizan la sociedad, y que construyen una falsa dicotomía para que esos polos se distancien.
Ahora ya no es Kant, sino «los mercados», «la troika», «Europa», «la banca», «las transnacionales»…da igual. Es la apelación a una autoridad que debe guiar unos principios morales cuando en sí misma esa autoridad es inmoral. Pero aquí no se permite discutir las premisas, como comentaba Vallverdú, sino solo los resultados. Y esos resultados son inmutables, también por gracia de Dios, cómo no, o porque lo dice nuestra constitución. Viva el Rey.
Es el principio de autoridad, clave en la influencia social, y que funciona a las mil maravillas ante sujetos eminentemente gregarios, pero que esconde un sencillo plan de control social, explotación y mantenimiento de privilegios de clase. Nada nuevo bajo el sol.
Los dilemas éticos existen, y seguirán fluyendo irremisiblemente. Pero a veces se construyen innecesariamente con ánimos de pervertir la percepción del problema. Tal es el caso, por ejemplo, del falso dilema creado sobre la construcción de armamento empleado, más allá de toda duda, para terribles acciones bélicas contra población civil, y el mantenimiento de puestos de trabajo. Ese «morir de hambre yo» frente a que «otros mueran por el resultado de mi trabajo» es una falacia empleada por el que no quiere realmente cuestionar las premisas, para dicotomizar un problema que tiene solución entre los dos polos, y que pasa irremisiblemente por acabar con esa relación comercial. Esa dicotomización artificial es falaz, pero es efectiva desde el punto de vista del control social.