El azúcar está presente en gran parte de los alimentos que ingerimos, especialmente entre los refrescos, golosinas, postres, lácteos y productos para el desayuno. Se habla mucho de los posibles efectos perjudiciales para la salud, postura ante la cual existe casi un debate bipolar entre la industria (que minimiza sus efectos y argumenta que lo importante es el balance energético) y ciertos sectores de la sociedad que consideran al azúcar casi como una droga, algo adictivo que es el principal culpable de la epidemia de obesidad y diabetes que estamos sufriendo en las últimas décadas. Ante esta divergencia, este post pretende responder de la manera más objetiva posible a varias cuestiones relativas a la relación entre el azúcar y la salud.
Este artículo se completa con este otro acerca de cómo funciona la industria del azúcar, los lobbies, las regulaciones y el marketing. Pero antes de ello, creo preceptivo aclarar en la medida de lo posible algunas dudas sobre esta sustancia dulce. En este programa de Doble Cara comentamos todos los datos sobre azúcar, salud y lobbies.
1. ¿Qué es el azúcar?
El azúcar común (azúcar de mesa) es un disacárido llamado sacarosa que se compone de dos monosacáridos: glucosa y fructosa. Tanto la glucosa como la fructosa son considerados también azúcares. La lactosa es un disacárido formado por glucosa y galactosa, y también se le conoce como «azúcar de la leche». Por tanto, la glucosa, la fructosa y la galactosa son azúcares simples que se pueden combinar para formar azúcar de mesa (glucosa + fructosa) y en lactosa (glucosa + galactosa). Y tantos esos monosacáridos como los disacáridos son considerados azúcares.
El azúcar común es una fuente de energía importante, ya que contiene glucosa que se emplea para formar glucógeno, del que se sirven, por ejemplo, los músculos. En este sentido, también lo sería la lactosa. La diferencia entre ambos disacáridos es la molecúla de fructosa, que está presente en el azúcar común pero no en la leche. Y esta distinción es fundamental, porque la fructosa se metaboliza de manera diferente a la glucosa, con una mayor carga en el hígado y un empleo diferente al de «energía inmediata», que es el principal uso de la glucosa.
Por tanto, parece que la fructosa es el principal «peligro» de todo el universo de azúcares simples (obviamente sin menospreciar a la glucosa), con unos efectos sobre diferentes patologías que están siendo identificados en las investigaciones más recientes (ej. DeChristopher et al., 2016; Delbridge, 2016).
La fruta es una fuente de fructosa, pero el consumo de frutas tiene efectos paradójicos sobre la obesidad (Sharma et al., 2016), es decir, no existe una asociación positiva entre el incremento de ingesta de fructosa proveniente de la fruta y el desarrollo de obesidad en la mayoría de la investigación existente, sino negativa, porque las frutas tienen otras propiedades muy beneficiosas para el organismo que hacen recomendable su consumo independientemente de su alto contenido en fructosa. Bien es cierto, que como indican Sharma et al. (2016), hay algunos estudios que han encontrado una asociación positiva, pero es probable que sea debido a, por ejemplo, el alto consumo de fruta en zumos (incluso los no edulcorados), que hace que se pierdan algunas propiedades esenciales de la fruta, mientras que se mantiene o se incrementa el consumo de fructosa, y además son menos saciantes.
2. ¿Cuál es el problema con el azúcar?
Como acabamos de comentar, parece que la parte fundamental de los efectos perversos del azúcar sobre la salud están en los compuestos que llevan fructosa (Hofman & Havel, 2015; Stanhope & Havel, 2010), cuando son añadidos a los productos como edulcorantes, es decir, para endulzarlos. Ahí están el azúcar común (fructosa + glucosa) y el jarabe de maíz alto en fructosa (fructosa + glucosa, en un porcentaje ligeramente mayor de la primera).
Según la OMS, la prevalencia de obesidad se ha doblado en todo el mundo desde 1980 (Sharma et al., 2016). En la actualidad, más de 1900 millones de personas, entre las que se encuentran más de 42 millones de niños menores de 5 años tienen sobrepeso. Más de un 15% de los adolescentes de Italia, Grecia, España y Portugal son obesos o tienen sobrepeso, y se se estima que un 5.5% de todos los cánceres son atribuibles al sobrepeso y a la obesidad; los tipos de cáncer asociados con mayor fuerza son: esófago, mama, recto, colon, riñón, páncreas y endometrio (Anderson et al., 2015). En España, el 29.8% de las niñas entre 4 y 7 años tienen sobrepeso (Pawellek, et al., 2017).
En el Reino Unido, el porcentaje de personas con sobrepeso u obesas entre 40 y 60 años ha crecido desde el 66.7 al 76.8 en hombres y desde el 54.8 al 63.4 en mujeres en el periodo 1991-2013 (The Lancet, 2017), La OMS define que una persona tiene sobrepeso si tiene un índice de masas corporal (BMI) entre 25 y 29.99 kg/m2; es obeso si tiene 30 o más de BMI.
Además, el número de personas con diabetes ha aumentado de 108 millones en 1980 a 422 millones en 2014, y la prevalencia mundial de la diabetes en adultos (mayores de 18 años) ha subido del 4.7% en 1980 al 8.5% en 2014. Se prevé que la diabetes se convierta en el año 2030 en la séptima causa mundial de muerte, y se calcula que las muertes por diabetes se incrementarán en más de un 50% en los próximos 10 años. La diabetes de tipo 2 (utilización ineficaz de la insulina) es mucho más frecuente que la de tipo 1 (el organismo no produce insulina); Representa aproximadamente un 90% de los casos mundiales de diabetes, aumentando sustancialmente en niños (OMS, 2016).
Como puede apreciarse en estas series históricas en Estados Unidos, el crecimiento de la obesidad tanto en adultos como en niños es dramático. El hecho de que el porcentaje de personas con sobrepeso se haya mantenido de manera sostenida en las últimas décadas no es una buena noticia, porque tanto la obesidad como la obesidad extrema han aumentado.
Tanto la obesidad como la diabetes tipo 2 tienen en la dieta una causa primordial, y específicamente en el consumo excesivo de este tipo de azúcares simples. Ante esta situación, parece evidente que estamos ante un problema grave de salud pública cuyo uno de los focos está en esos azúcares añadidos en los alimentos.
3. ¿Qué es el azúcar añadido y por qué cuesta calcularlo?
La OMS (2015) se refiere a los azúcares peligrosos como «free sugar» (azúcar libre), que comprende los monosacáridos (glucosa y fructosa) y disacáridos (azúcar de mesa) añadida a comidas y bebidas por el fabricante, cocinero o consumidor, y también a los azúcares naturalmente presentes en la miel, siropes, zumos de frutas y néctares.
Es decir, se incluyen los zumos de frutas exprimidos y la miel, además de cualquier tipo de añadido que se haga a un producto. Bernstein et al. (2016), especifica que la diferencia con respecto al término «azúcar añadido» es que este último sólo se refiere a los azúcares libres añadidos a los productos, es decir, no contemplaría los zumos naturales o la miel, pero esa definición a nivel regulatorio varía entre diferentes países y estamentos.
De este modo, por «azúcares naturales» se entenderían los que están de manera natural en la fruta (sin exprimir), verdura, grano y leche, y los «azúcares totales» a la suma de todos los azúcares (naturales + libres).
Son los azúcares libres los que, según Bernstein et al. (2016) se han ligado con el riesgo incremental de obesidad, enfermedad cardiovascular, diabetes y caries. Sin embargo, existe un problema en muchos países con el etiquetado de los productos que produce una confusión enorme al consumidor; no se separan los azúcares libres de los que se encuentran naturalmente en la leche (lactosa). Un ejemplo, de los muchos que podemos ver en los supermercados es el que se muestra a continuación:
Ese tipo de batidos principalmente dirigidos a niños consideran a todos los hidratos de carbono presentes de la misma manera «azúcares», y no distinguen entre los que están presentes en la leche y el azúcar añadido.
Si hacemos un ejercicio de inferencia tomando como base el aporte nutricional de 100 ml de Leche Pascual entera, cuyo contenido en proteínas es de 3 g, vemos que aproximadamente 100 ml de batido de chocolate Pascual tienen un 73% de leche, es decir, 3.5 g de lactosa. De este modo, el contenido en azúcares libres en 100 ml de batido de chocolate sería de 6.5 g. Como el batido es de 200 ml, un niño se tomaría 13 g de azúcares libres, que en este caso coincidirían conceptualmente con el término de azúcares añadidos.
La OMS recomienda un consumo de azúcar libre como máximo del 10% del total calórico, pero enfatizando que un 5% conllevaría beneficios añadidos a la salud. Para una dieta de 2000 kcal, esto se corresponde a un consumo de azúcar libre de 25 a 50 gramos por persona y día, ya que el azúcar tiene un poder calórico aproximado de 4 kcal por gramo. De este modo, 25 gramos de azúcar libre serían 100 kcal; un 5% de las 2000 de referencia.
Pero todavía no hemos de dejar la calculadora; antes tenemos que hacer un último cálculo. Si un niño se toma 2 de esos batidos al día, ya estaría sobrepasando ese umbral de 25 g. Si a esto añadimos la ingesta de azúcares libres provenientes de otras fuentes (cereales para el desayuno, galletas, chocolates, bollería, zumos, yogures, etc.) pues nos damos cuenta que se sobrepasarían ampliamente las recomendaciones.
Sin embargo, la conclusión rápida que sacamos al leer este punto del artículo es que al consumidor le es materialmente imposible conocer el azúcar libre que consume con el sistema actual de etiquetado, a no ser que sea un experto nutricionista y lleve la calculadora siempre en la mano. Existen propuestas interesantes para concienciar sobre el contenido de azúcares de los productos, como www.sinazucar.org, donde se pueden ver de manera muy gráfica el grado de azúcar de diversos productos, pero aun así, no se distinguen entre los azúcares naturalmente presentes y los añadidos, precisamente por la dificultad de realizar esos cálculos con las información del etiquetado.
4. ¿Cuáles son las recomendaciones de consumo diario?
Como acabamos de explicar, la OMS en 2015 informó que recomendaba un máximo de un 10% da la ingesta calórica diaria debida a azúcares libres, pero con un foco en ese 5% que produciría mejoras añadidas a la salud.
Sin embargo, este no es un estándar tenido en cuenta por otras instituciones. Por ejemplo, y como Yang et al. (2014) indican, la Academia Nacional de Medicina en Estados Unidos recomienda un tope del 25%, la American Heart Association mantiene unas recomendaciones similares. La Dietary Guidelines for Americans, que edita el Gobierno estadounidense, en su versión de 2010, recomendaba un límite del 15%, mientras que en la última versión de ese informe (2015-2020) lo hace en un 10%, es decir, en consonancia con la OMS.
Es evidente que existe una gran discrepancia entre esas diferentes instituciones que, como veremos posterior post, podría ser en parte explicada por los conflictos de intereses de los panelistas que realizan las recomendaciones. Por ejemplo, la American Heart Association se ha visto salpicada en cuanto a su posición respecto a los niveles de colesterol (Silverman, 2013).
5. ¿Ingerimos más azúcares añadidos que antes?
Aunque parezca contraintuitivo, la respuesta es no, al menos no en términos medios en los últimos 20 años en Estados Unidos. Yang et al. (2014), muestran que el porcentaje de azúcares añadidos en el periodo 2005-2010 está en un nivel similar al del periodo 1988-1994, sobre el 15% del total de calorías diarias. Bien es cierto que la mayoría de adultos consume más de ese 10% objetivo de la OMS; un 71.4%, y aproximadamente un 10% del total de consumidores lo hace en un 25%, es decir, muy por encima de las recomendaciones. Los resultados del estudio epiemiológico de Yang et al. (2014) son claros; los individuos que consumen por encima de ese 10% umbral tienen mayor riesgo de muerte por enfermedad cardiovascular.
Sin embargo, el consumo de azúcares añadidos sí que ha crecido hasta mitad de los 90 entre los estadounidentes mayores de 2 años, desde una media de 235 kcal por día en 1977-1978 ahasta 318 en 1994-1996. Este cambio, según Yang et al. (2014) se atribuye al consumo creciente de bebidas azucaradas.
En las siguientes figuras se puede comprobar de manera visual como, efectivamente, se ha incrementado la ingesta calórica desde 1980 hasta la actualidad, pasando por una periodo máximo a partir de 1995, pero que ahora se ha reducido hasta esos niveles de hace 2 décadas. El consumo de azúcares añadidos, está hoy día incluso en niveles similares a los de finales de la década de los 80, con una reducción palpable desde 1998.
Por tanto, y admitiendo que los valores medios a menudo dan un dibujo de la realidad distorsionado, podemos afirmar que existe una tendencia a la baja del consumo de azúcares añadidos desde finales de los años 90, y también, aunque menos acentuado, de calorías totales. A nivel mundial, y con las limitaciones inherentes a la carencia de datos, Wittekind & Walton (2014) indican una tendencia similar.
Con los cereales para el desayuno la tendencia parece ser también de limitar los azúcares añadidos del producto. La mayoría de cereales más azucarados en la actualidad no suelen sobrepasar el rango del 30-40% (Hyde, 2015), cuando en los años 70 podríamos encontrar en Estados Unidos bastantes marcas en esas cifras e incluso superiores. Como relata Moss (2014), en 1975 el dentista Ira Shannon, alarmado por la creciente tasa de caries compró en un supermercado local 78 marcas de cereales para su laboratorio y midió el contenido en azúcar. Un tercio de ellas tenía entre un 10 y un 25%, otro tercio entre un 25 y un 50%, y 11 de ellas estaban por encima del 50%, llegando uno de ellos, los Super Organge Crisps al 70.8%. Es cierto que siguen a la venta cereales muy azucarados (entre el 41 y el 55% de azúcar, según Foodpolitics, 2011), pero podemos decir que globalmente no es diferente a la situación que tenía Estados Unidos hace 3 o 4 décadas. Sin embargo, tanto la obesidad como la diabetes siguen creciendo. ¿Por qué?
6. ¿Por qué la obesidad y diabetes siguen creciendo de manera alarmante?
Probablemente porque el azúcar es sólo una parte del problema. Guyenet (2015), lo ilustra perfectamente en este gráfico, que ha empleado las mismas fuentes oficiales sobre el consumo de azúcar que los mostrados en el epígrafe anterior.
Hay que buscar otras causas, y entre ellas está el factor socioeconómico. Como bien explica Levine (2011), existe una clara asociación entre la pobreza y la obesidad. Después de revisar 3139 condados de Estados Unidos, Levine (2011) concluye que los condados con índices de pobreza mayor del 35% tienen unos ratios de obesidad 145% mayores que los condados más ricos. En 2010, el 15.1% de los estadounidenses vivía en la pobreza. En 2015, se estima que el 13.5%, pero sigue siendo un 1% mayor que los niveles de 2007.
Y la raza también es importante. La población negra presenta índices de obesidad significativamente mayor que la blanca (TheStateofObesity, 2016), tanto en adultos como en niños, siendo precisamente los trabajadores negros los que tienen una mayor disparidad de crecimiento acumulativo de sus salarios con respecto a la productividad empresarial.
De nuevo Levine (2011) advierte que las personas que viven en regiones pobres tienen un limitado acceso a productos frescos, y que el 43% de los hogares con ingresos por debajo del la línea de pobreza no son capaces de alimentarse adecuadamente. Además, el sedentarismo, que es un elemento muy importante que determina la obesidad, está tambén asociado a la pobreza. En los barrios pobres hay menos acceso a parques, más miedo a salir a la calle por la inseguridad, y las personas pobres tienen menos probabilidad de pagar un gimansio o de comprar ropa de deporte. Por tanto, esa mezcla de factores da un dibujo más completo de la epidemia de obesidad y diabetes que el mero análisis de valores medios de consumo de azúcar. La siguiente figura tomada del estudio de Levine (2011) es bastante aclaratoria.
Estados Unidos es un país cada vez más desigual, con un índice de Gini creciente desde los años 70, uno de los mayores del mundo (Coplan, 2015). Por tanto, la desigualdad social es uno de los factores que se relaciona con la epidemia de obesidad y diabetes en ese país.
Como indica Dharmasena et al. (2016), la pobreza y el desempleo son las principales causas de la inseguridad en la alimentación (que define varios estados de privación nutricional), y que paradójicamente puede estar asociada a la obesidad. Rehman (2016), por su parte, enfatiza que la pobreza es una causa primordial en la obesidad. Aunque algunos autores como Bilger et al. (2016), indican que en Estados Unidos, desde la década de los 70 la desigualdad en estatus socioeconómico con relación a la obesidad ha evolucionado hasta casi desaparecer en la actualidad, es decir, hay más equidad en la prevalencia de la obesidad en diferentes estratos socioeconómicos, no lo es cuando se habla de obesidad severa. Ahí sigue habiendo una relación entre la desigualdad económica y la obesidad; los más pobres son los más obesos. Hojjat & Ahmet (2018), por su parte, empleando datos entre 1998 y 2012 en Estados Unidos, encuentran que existe una relación entre la obesidad, la pobreza y la desigualdad en los ingresos, por lo que de nuevo se pone el foco en la combinación de esas tres variables: obesidad, pobreza y desigualdad.
Como muestra el Royal College of Nursing (2012), en Inglaterra las personas que viven en las áreas más pobres tienen una esperanza de vida 7 años inferior a las que habitan en las zonas más ricas, siendo esa diferencia de 17 años cuando hablamos de vivir sin discapacidad. En Escocia, los hombres que viven en las zonas más deprimidas viven en promedio 11 años menos que los de zonas más ricas, mientras que en Irlanda del Norte la diferencia es de 8 años. En Japón, tal y como muestran Mizuta el al. (2016), las adolescentes que tienen un estatus socioeconómico más bajo tienen un mayor sobrepeso. A una conclusión similar llegan Piontak & Schulman (2016) referida a los niños en Estados Unidos.
Los problemas con el alojamiento también se asocian con indicadores de salud (Marí-Dell’Olmo et al., 2016). El conjunto de estudios que esos autores comentan, encuadrados en el proyecto SOPHIE, contribuyen a mostrar más evidencias de la relación que existe entre los problemas de alojamiento y la salud física y mental de la población. Personas que viven en hogares con pobreza energética, con problemas para pagar la renta, con litigios con los bancos por las hipotecas, o con viviendas con bajo nivel de salubridad o físicamente afectadas tienen una salud sensiblemente más deteriorada que la población general. El estrés producido por estas situaciones con la salud mental y física de las personas que habitan esa vivienda (presión arterial, depresión, ansiedad, suicidio, consumo de drogas y alcohol, tabaquismo, menor consumo de frutas y estilo de vida sedentario).
Recordemos que el crecimiento económico vivido en estas últimas 4 décadas ha reducido la prevalencia del infrapeso, lo que es bueno, pero ha conseguido una sociedad en la que el porcentaje de personas en riesgo (infrapeso+obesidad) es mayor. De 1975 a 2014, la prevalencia global de infrapeso (BMI < 18.5 kg/m2) decreció de 13.8% a 8.8% en hombres y de 14.6% a 9.7% en mujeres. Sin embargo, la prevalencia en obesidad (BMI ≥30 kg/m²) se incrementó de un 3.2% hasta un 10.8% en hombres, y de un 6.4% hasta 14.9% en mujeres. En 2004 la prevalencia de obesidad superó a la de infrapeso en mujeres, y en 2011 lo hizo en hombres (NCD Risk Factor Collaboration, 2016).
Parece claro que las variables del entorno afectan al desarrollo de esta enfermedad, tanto el entorno sociodemográfico como a los factores que la propia persona no puede controlar (como la regulación y las estrategias de las empresas de alimentación), que a veces superan la capacidad de los individuos de actuar para buscar su propio interés (Roberto et al., 2015). Malos hábitos debido a un entorno inadecuado son heredables, por lo que pueden marcar a la siguiente generación (Smith & Ryckman, 2015).
La creciente exposición a contaminantes orgánicos persistentes que provocan disrupción endocrina se ha asociado empíricamente la sensibilidad a la insulina (Suárez-López et al., 2015), y se reconoce su relevancia en la literatura sobre salud ambiental (Birks et al., 2016), por lo que también es un factor a tener en cuenta como causa de la obesidad y diabetes.
7. ¿El azúcar provoca caries?
Como Ferrazaano et al. (2016) indica, en los Estados Unidos las caries son la enfermedad crónica más común en los niños, y está aumentando su prevalencia entre los infantes de 2 a 5 años. Esa prevalencia, a nivel global, está asociada a las condiciones socioeconómicas y a la etnia. Por ejemplo, en Filipinas es del 85%. Los azúcares son el factor más importante de la dieta para el desarrollo de las caries. Actúan en la placa bacteriana, bajan el pH y provocan la desmineralización. Ferrazaano et al. (2016) enumeran una serie de estudios que asocian la ingesta de azúcares con la prevalencia de caries.
Por tanto, el azúcar es una de las causas de la caries, pero lo cierto es que, a nivel global, las caries están disminuyendo en la población infantil desde la década de los 70 (Connett, 2012). Otros datos sugieren un ligero repunte positivo desde comienzos del nuevo siglo, por ejemplo en Australia (Australian Research Centre for Population Oral Health, 2011).
El azúcar y la pobre higiene bucal contribuyen a la formación de caries, pero existen otros factores también socioeconómicos, culturales y étnicos asociados (Gao et al., 2016). La fluoración del agua potable también se destaca como factor para algunos autores (ej. Maraver et al., 2014) aunque, como acabamos de ver, se cuestiona desde algunos sectores, y el debate científico persiste (ej. Choi et al, 2012; Sabour & Ghorbani, 2013).
8. Entonces, ¿es tan peligroso el azúcar como lo pintan?
El hecho de que siga creciendo la diabetes y la obesidad en un contexto de bajada de la ingesta de azúcares libres no significa que la cantidad ingerida no sea relevante para contribuir a esas enfermedades. Pero también es cierto que a veces esa «obsesión» con el azúcar (medicar a enfermos de diabetes tipo 2 para bajar sus niveles en sangre) puede obedecer a intereses espúreos de la industria farmacéutica (No Gracias, 2015).
El azúcar es adictiva. A los niños les gusta el nivel máximo de dulce y salado todavía más que a los adultos. Hay un punto de éxtasis, una cantidad exacta de dulzor que es la que más gusta, y eso se estudia en los laboratorios de investigación de las empresas (Moss, 2014). Estudios en roedores sugieren que el consumo de azúcar activa un mecanismo metabólico en el cerebro que refuerza el sobreconsumo de esta sustancia como forma de desactivar el estrés (Tyron et al., 2015). En ratas también se ha comprobado que su consumo afecta al hipocampo, provocando perturbaciones en el aprendizaje y la memoria, aunque el efecto está mediado por los estrógenos, por lo que es más probable que si afecta negativamente lo haga en varones.
Yang et al. (2014), en su comentado artículo publicado en el Journal of the American Medical Association, encontraron que aquellas personas que ingieren más del 25% de sus calorías diarias provenientes del azúcar añadido tiene 2 veces más probabilidades de morir de una enfermedad cardíaca que aquellas que lo hacen en una cantidad inferior al 10%.
Como indica Milbank (2015), el informe para el Secretary of Health and Human Services y el Secretary of Agriculture realizado en 2015 por diversos expertos, recomienda un 10% máximo de azúcares añadidos en la dieta, donde se admite una evidencia sólida y consistente de la asociación con el exceso de peso y el incremento de la diabetes tipo 2, y una evidencia moderada de su asociación con el incremento de riesgo de hipertensión, infarto, enfermedad coronaria y caries.
Este último párrafo puede ser un buen resumen de lo que significa el consumo excesivo de azúcar para la salud, pero hay que tener en cuenta el balance energético.
Este concepto de equilibrio energético es importante para considerar el efecto del azúcar sobre el organismo, es decir, las calorías que se consumen frente a las que se gastan. Es una teoría que sigue vigente en la actualidad (Shook, 2016), y que incluso hay una corriente en la literatura especializada en rendimiento deportivo que la defiende (ej. Henselmans, 2012). Esto significa que los macros (proteínas, carbohidratos y grasas) son los que conforman el contenido calórico, por lo que es poco relevante si esa fuente de energía proviene del azúcar de un refresco o de un plato de arroz. Sin embargo, se matiza en que a nivel de micronutrientes hay obviamente diferencias; el azúcar son calorías vacías (no aportan nada más que energía), por lo que es aconsejable conformar un patrón de dieta con alimentos ricos nutricionalmente, pero siempre en un contexto de balance entre lo que se ingiere y lo que se gasta. Esta forma de concebir la relación entre la ingesta de calorías y enfermedades como la obesidad es de nuevo matizada por investigaciones recientes que hablan de flujo de energía más que de balance (Hand & Blair, 2014; Hume et al., 2016). Es decir, es más fácil mantener una pérdida de peso en un contexto de alto ejercicio físico, o lo que es lo mismo, el efecto del balance calórico sobre el peso corporal no es el mismo en una persona que practique poco ejercicio que en una que practique mucho, aunque numéricamente sea idéntico. Dicho de otro modo, incrementar el ejercicio físico puede ser más efectivo que realizar una dieta hipocalórica aunque ambos produzcan un balance energético similar.
El equilibrio energético es el mantra que repite la industria para defender la inocuidad del consumo excesivo de azúcares añadidos. Revisiones recientes parecen darles la razón. Por ejemplo, Fattore et al. (2016), realizan una revisión sistemática de 28 ensayos clínicos aleatorizados donde a un total de 510 voluntarios se les cambia el patrón de dieta, sustituyendo azúcares libres por carbohidratos complejos manteniendo el mismo nivel de calorías. Los autores no encuentran efectos significativos a corto o medio plazo sobre la presión arterial, el nivel de colesterol y triglicéridos, y tampoco sobre el peso corporal. No obstante, las dietas con mayor nivel de ingesta calórica incrementaban el efecto del los azúcares libres sobre el colesterol LDL y triglicéridos. El estudio está financiado por el grupo Ferrero (sí, el de los bombones), por lo que aunque los autores indican que ello no ha influido en el diseño, análisis y redacción de la investigación, es un factor a tener en cuenta. Este estudio contrasta con el publicado por Morenga et al. (2014), también un metanálisis sobre experimentos aleatorizados donde se indica un incremento de la presión arterial, colesterol y triglicéridos. No obstante, este estudio no controla por el nivel de calorías total ingerido por los participantes, algo que sí hacen Fattore et al. (2016). La revisión de Shook (2016) sobre el papel del balance energético en la obesidad sigue también esa línea; el ejercicio físico a un determinado nivel produce un exceso de energía gastada que no es compensado por el aumento de calorías proveniente de los alimentos. Shook (2016) en su declaración de conflicto de interés reconoce haber recibido financiación de Coca-Cola para viajes en los últimos 3 años.
A una conclusión similar sobre la no demonización del azúcar añadido llegan también muy recientemente Rippe & Angelopoulus (2016), pero hemos de indicar de nuevo que su estudio está publicado en un suplemento de la revista European Journal of Nutrition, patrocinado por la corporación del primer autor, J. M. Rippe, que gobierna una empresa de investigación que ha trabajado para marcas como ConAgra Foods, Kraft Foods, the Florida Department of Citrus, PepsiCo International, Coca Cola, the Corn Refiners Association, Weight Watchers International.
Just & Wansink (2015), por su parte, sobre una encuesta de hábitos alimenticios en Estados Unidos en 2008, concluye que la ingesta de comida rápida o bebidas azucaradas no está asociada al BMI, aunque sí la ingesta de snacks azucarados. La figura siguiente es ilustrativa al respecto. Por tanto, abogan por reducir las calorías totales de las comidas realizadas en casa, como una sugerencia válida para la mayoría de las personas. De nuevo, hay que mencionar que existen conflicto de intereses, ya que Brian Wansink forma parte de un staff de asesores de McDonald’s.

Por tanto, aunque la teoría del balance y de la no criminalización del azúcar está avalada por muchos estudios, seguimos viendo cómo muchos de ellos están realizados por personas ligadas a la industria de la alimentación. Esto no significa necesariamente que esos estudios sean poco fiables, pero sí que nos advierte que hemos de mirarlos con una lupa mucho mayor.
El consumo de bebidas refrescantes gaseosas también se está asociando a problemas como el incremento de las hospitalizaciones por episodios de asma (Cisneros et al., 2016), cuando se toman 3 o más de este producto a la semana, lo que probablemente no sólo esté asociado a este factor en concreto, sino a un estilo de alimentación en general poco saludable.
9. ¿Se puede sustituir el azúcar por un alimento más saludable?
Hay alternativas sintéticas al azúcar, como el aspartamo o la sacarina, entre otros, que son considerados seguros en relación a su efecto sobre las caries. Pero existen estudios en animales que han relacionado ese tipo de sustitutivos del azúcar con efectos no deseables, como la ganancia de peso, los tumores cerebrales, o el cáncer de vejiga. Por tanto, y como indican Ferrazaano et al. (2016), el sustitutivo ideal sería un producto sin calorías, no cancerígeno, no mutagénico, no degradable con el calor, económico de producir y con un poder endulzante significativo. La stevia, de este modo, se presenta como un producto muy atractivo que podría cumplir con esas características.
La stevia es un género de plantas que comprende más de 200 especies. Algunas de ellas, como la salicifolia Cav. o la lucida Lag son bien conocidas en América Central y del Sur por su uso farmacológico (anti reumático o anti inflamatorio). Otras propiedades son comentadas por los autores en otras especies de stevia.
La Steveia rebaudiana Bertoni, originaria de Paraguay es una especie única que contiene glucósidos que dan un sabor dulce a la planta. El extracto es una sustancia cristalina y blanca, que durante siglos se ha empleado en Sudamérica para endulzar bebidas y comidas, y cuyo contenido calórico es muy pequeño. El esteviósido, que es el principal componente dulce de las hojas de Stevia es aproximadamente 300 veces más dulce que el azúcar (sacarosa).
Existe un cuerpo de investigación que además sugiere que los esteviósidos y otros compuestos de la planta pueden ofrecer diversos beneficios terapéuticos, para luchar contra la hipertensión, hiperglucemia, como antioxidante, antitumoral, antidiarréico, diurético, protector renal, antiviral, o modulador inmune.
La Stevia rebaudiana, como aditivo, es considerada segura como la OMS desde 2004. La Unión Europea aprobó la stevia como aditivo en 2011. Este modalidad de stevia tienen propiedades antimicrobianas, y en la formación de caries los esteviósidos tienen propiedades anticariogénicas.
Vázquez (2014), realiza una interesante revisión sobre diferentes alternativas al azúcar, citando investigaciones que hablan de sus ventajas e inconvenientes. Según Vázquez (2014), la miel, el xilitiol (alcohol del azúcar) y la stevia, serían las alternativas al azúcar más saludables, siempre con la moderación precisa.
No obstante, hay que ser prudente. Existe evidencia limitada de que los endulzantes artificiales pueden estar asociados al desarrollo de la obesidad en niños (Archibald et al., 2018), por lo que se recomiendo limitar su consumo en mujeres embarazadas y en los primeros años de vida.
10. ¿Por qué es difícil sacar conclusiones más claras sobre los peligros del azúcar?
Porque la investigación sobre nutrición es muy compleja, con cientos de variables de confundido que pueden afectar y con un cuerpo de evidencia acumulado todavía pequeño en relación a otras disciplinas. Satija et al. (2015), lo explican de manera pormenorizada.
Por ejemplo, Rahma et al. (2015), encuentran que el consumo de dos unidades de bebidas azucaradas al día (el equivalente a dos vasos) incrementa un 23% el riesgo de sufrir un fallo cardíaco en hombres con respecto a no consumir ningún tipo de bebida similar. Hay indicios de que consumir entre 1 y 2 vasos diarios incrementa también el riesgo. Pero en ese artículo no se ha tenido en cuenta el consumo de los azúcares añadidos de productos lácteos o cereales, algo que podría condicionar los resultados. Este es un problema muy común en este tipo de estudios.
Otro ejemplo: Martínez Steel et al. (2016), indican que en Estados Unidos la comida ultra procesada constituye la principal fuente de calorías, y es la responsable de que se exceda en un porcentaje considerable las recomendaciones sobre consumo diario de azúcar añadido. Comer menos de un 30% de calorías de productos que no sean ultra procesados es una buena forma de cumplir con esa sugerencia de ingerir menos de un 10% de calorías provenientes de azúcares añadidos. La distribución de consumo de refrescos entre los participantes de su estudio está muy asociada al consumo de comida ultra procesada, al igual que el de zumos de frutas azucarados. Esto es muy importante para evaluar si los estudios que emplean como proxy el consumo de refrescos o de bebidas azucaradas para relacionar el consumo de azúcares añadidos con diversas enfermedades pueden ser correctos. Como ese consumo se incrementa gradualmente en los 5 quintiles de la distribución de ingesta de comida procesada, hay indicios para confiar en que el “monstruo” no son los refrescos, al menos no sólo los refrescos, sino el estilo de vida asociado a la gente que consume más refrescos (más comida procesada y, por tanto, más azúcares añadidos).
Como siempre en este tipo de estudios de agentes que son peligrosos para la salud, hemos de ser cautos y basarnos en indicios. Salvo en tóxicos muy fuertes cuyo efecto es grande sobre la salud (ej. tabaco, radiación ionizante), y por tanto detectable estadísticamente en prácticamente cualquier diseño metodológico, para el resto de sustancias potencialmente perjudiciales vamos a encontrar dificultades importantes para obtener resultados claros. Si los efectos perversos existen, estos no son siempre detectables porque su tamaño no es grande. De este modo se han de acumular evidencias experimentales (más cercanas al estudio causa-efecto) y observacionales (epidemiológicas) para realizar un juicio sobre el conjunto de indicios disponible, tal y como explicaba en un post anterior (ver Martínez, 2016). Esos juicios sobre indicios deben ir moldeándose con la nueva evidencia que se genere, es decir, evolucionando, sin ningún tipo de rubor a cambiar si es necesario, porque así es como funciona la ciencia.
La gran presencia de la industria en la financiación de estudios es otro problema añadido. Es muy complejo evaluar globalmente el cuerpo de conocimiento generado cuando gran parte está elaborado por estudios patrocinados, y existe también otros en los que no se declaran conflictos de intereses cuando ciertamente los hay. En cualquier caso, y como la investigación de Kearns et al. (2017) muestra, la industria es reticente a financiar y publicar resultados contraproducentes a sus intereses. En sus investigaciones sobre estudios financiados por la Sugar Research Foundation en los años 60 y 70, los investigadores encuentran que la industria conocía la relación entre los efectos biológicos divergentes entre el consumo de sacarosa frente a almidón (hidrato de carbono complejo) en relación a la hiperlipidemia y el riesgo de cáncer de vejiga. Cuando esos resultados requerían confirmarse en los últimos estudios planificados, la asociación azucarera cortó los fondos y la investigación concluyó.
11. ¿Cuáles son los mensajes simples que me puedo llevar a casa sobre este tema?
Con la evidencia que disponemos a día de hoy, y admitiendo todas las limitaciones para entender debidamente el efecto del consumo de azúcar sobre la salud, podemos llevarnos a casa este conjunto de mensajes simples:
(a) Los efectos perversos del consumo de azúcares añadidos sobre la salud dependen de múltiples factores: socioeconómicos, culturales, étnicos, estilos de vida, entre otros.
(b) La obesidad, diabetes, problemas cardíacos y caries constituyen el principal vínculo de unión entre el azúcar y la enfermedad. Sin embargo, todas son patologías con múltiples causas, en las que una prepondera sobre las demás: el factor socieconómico
(c) Por tanto, la disminución de la pobreza y desigualdad debe ser la principal forma de luchar contra las enfermedades vinculadas al consumo de azúcar añadido. Poblaciones más pobres y desiguales son más sedentarias, tienen menos acceso a alimentos saludables, disponen de un menor nivel de formación para valorar los aspectos nutritivos, tienen más estrés (y por tanto son más proclives a la adicción), etc. Es evidente que, además, hacen falta otras medidas de regulación de las que hablaremos en un futuro post.
(d) Limitar el consumo de azúcar libre a las recomendaciones de la OMS (10% de la ingesta calórica diaria con incentivos para reducir al 5%) es una excelente manera de evitar los efectos nocivos. Esto está significativamente por debajo de la media que se consume en la mayoría de los países. Por tanto, es urgente actuar en este sentido.
(e) Cualquier limitación del consumo de azúcar tiene que ir de la mano de la valoración de la actividad física que realiza cada persona. El balance energético es importante, pero también lo es el flujo de energía; cuanto más activos seamos más vamos a poder disfrutar relativamente de los alimentos azucarados con salud óptima.
(f) La teoría del balance no debe confundir el objetivo a largo plazo de una alimentación sana; obtener los micronutrientes necesarios para un estado saludable sostenido. Así, es preferible sustituir parte de esos azúcares libres por otros alimentos que proporcionen el mismo nivel calórico pero con aportación de nutrientes (vitaminas, minerales, etc.)
(g) El estilo de vida es fundamental. Aunque alimentos como los refrescos o los cereales azucarados sean objeto de enormes críticas, su consumo se incrementa con estilos de vida de enfoque «rápido», en los que prima la comida procesada, fuente a su vez de azúcares libres (al margen de otros elementos negativos). Un cambio en el estilo de vida es mejor que un cambio puntual en el consumo de refrescos o cereales. Nó sólo hay que poner el foco en los refrescos o los cereales azucarados, sino también especialmente en los productos lácteos, galletas y bollería.
(h) La fructosa se ha identificado como la amenaza más importante de los azúcares. Hay que vigilar los alimentos endulzados con jarabe de maíz alto en fructosa (aunque el incremento relativo de fructosa frente a glucosa es pequeño) e incluso no abusar de los zumos de frutas, aunque sean naturales.
(i) El consumo de piezas de fruta está inversamente relacionado con la obesidad, y proporciona ventajas para prevenir muchas otras enfermedades, aunque sea alta en azúcares simples.
(j) La stevia se muestra como una alternativa saludable al azúcar, aunque todavía deban resolverse ciertas cuestiones sobre cómo se emplea como aditivo.
(k) Los consumidores (al menos en España) nos encontramos desprotegidos ante la dificultad para valorar la cantidad de azúcar libre que ingerimos, por la deficiente forma de presentar la información nutricional en los alimentos. Los intereses de la industria entran en contradicción con la salud de las personas, tal y como explicaremos en el siguiente post.
Concluimos; es evidente que hay que bajar el consumo medio de azúcar, aunque no parece lógico pensar en criminalizar el azúcar como un alimento a evitar. No obstante, ingerimos demasiados azúcares libres. ¿Por qué? La razón hay que buscarla, como siempre, en los intereses económicos que hay detrás. Y a ello dedicaremos el siguiente artículo (ver Martínez, 2018).
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